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Impacto del alza de los servicios agrícolas en la rentabilidad del campo

Por Mariano Fava (*)

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EL DIARIO digital

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En un escenario posdevaluatorio donde el tipo de cambio comienza a converger hacia su valor real de mercado, el sector agropecuario argentino enfrenta una encrucijada: mientras los precios internacionales de los commodities se mantienen relativamente estables, o incluso bajan en términos reales, los costos internos, especialmente los ligados a servicios agrícolas y logísticos, no solo se dolarizan, sino que lo hacen con una dinámica inflacionaria propia, ajena a los fundamentos de competitividad o eficiencia.

El fenómeno es particularmente evidente en los rubros de siembra, cosecha, transporte, almacenaje y comercialización. A diferencia de los insumos dolarizados importados, que corrigieron su precio tras el sinceramiento cambiario de diciembre, los servicios vinculados a la economía doméstica continúan ajustándose a ritmos que, en muchos casos, superan el 150% interanual, incluso en dólares constantes.

La primera etapa del ajuste de precios, posterior al levantamiento del cepo, fue esperable y lógico, pero se tornó irracional. Un dólar libre implica que todos los servicios que anteriormente se facturaban a tipo de cambio oficial comiencen a expresarse al tipo de cambio de mercado. Así, muchas tarifas que venían rezagadas experimentaron un reacomodamiento inicial. El problema es que, una vez superado ese primer escalón de actualización, los precios siguieron subiendo en dólares, impulsados por una combinación de factores estructurales y coyunturales.

Entre ellos se destaca la fuerte inercia inflacionaria que aún persiste en la economía argentina, la dolarización parcial de contratos en contextos de alta incertidumbre, la escasa competencia en algunos segmentos del mercado (como la cosecha o el flete en ciertas regiones), y un factor no menor: la necesidad de recomposición de márgenes empresariales tras años de atraso tarifario y controles de precios.

En efecto, muchos prestadores de servicios del agro, desde contratistas hasta transportistas, estuvieron operando con tarifas que no cubrían sus costos reales. La salida del congelamiento los llevó a ajustar con mayor fuerza, incluso por encima de lo estrictamente necesario, en un intento por recuperar lo perdido y prever futuras subas de costos.

A esta dinámica se suma una variable macroeconómica que comienza a tomar protagonismo: la apreciación del peso argentino frente al dólar estadounidense. Aunque dicha tendencia es bienvenida por vastos sectores de la población, al traducirse en una mejora del poder adquisitivo y una baja en la inflación de bienes importados, para el sector exportador representa una señal de alerta.

La ecuación es clara: si el dólar oficial se mantiene estable o sube por debajo de la inflación local, y los costos internos siguen indexados a esta última, el resultado es un deterioro creciente de la competitividad. Dicho de otro modo, el productor recibe menos pesos por cada dólar exportado, mientras paga más pesos por cada servicio necesario para producir.

Este fenómeno, conocido como "atraso cambiario", no es nuevo en la historia argentina, pero cobra una dimensión crítica cuando se combina con altos niveles de presión tributaria, restricciones logísticas y un mercado interno con baja capacidad de absorción.

Se estima que los costos operativos totales por hectárea podrían incrementarse entre un 20% y un 30% en dólares respecto a la campaña anterior, si se mantiene la actual tendencia. El mayor peso relativo de los servicios, más difíciles de sustituir e imposibles de importar, hace que el margen neto del productor se comprima significativamente.

En zonas alejadas de los puertos, como La Pampa, el encarecimiento del flete adquiere proporciones aún más críticas. En algunos casos, el transporte puede representar hasta el 25/30% del precio de venta del grano en chacra, un porcentaje difícil de sobrellevar sin mejoras en infraestructura o eficiencia logística. Mientras el agregado de valor en origen sigue siendo un horizonte lejano para el pequeño y mediano productor.

Frente a este panorama, los productores deben adoptar estrategias de gestión integral que contemplen tanto lo productivo como lo financiero y comercial. Algunas alternativas posibles incluyen:

-Negociar con anticipación los contratos de servicios, aprovechando momentos de mayor holgura financiera del prestador o anticipando pagos a cambio de mejores condiciones.

-Agruparse entre productores para contratar servicios de manera conjunta, lo que permite mejorar el poder de negociación frente a contratistas y fleteadores.

-Invertir en maquinaria propia o en consorcios de maquinaria compartida, lo cual, si bien requiere una inversión inicial significativa, permite reducir la dependencia de servicios tercerizados y amortizar costos en el mediano plazo.

-Apostar a modelos de agricultura por ambientes y uso de tecnologías de precisión, que permiten una asignación más eficiente de recursos, reduciendo costos innecesarios o sobredimensionados.

-Utilizar herramientas financieras como cheques de pago diferido o líneas de crédito a tasas subsidiadas, cuando estén disponibles, para anticipar compras de insumos y servicios antes de nuevas subas.

En este contexto de aumento de costos en dólares, los derechos de exportación (DEX) actúan como un multiplicador negativo. Al tratarse de un descuento directo sobre el precio internacional recibido por el productor, su efecto es el de licuar ingresos, pero no costos, que en su mayoría son fijos o dolarizados. Estos tributos, que representan ingresos fiscales de corto plazo, castigan la competitividad de la producción primaria, sobre todo en momentos en que los márgenes son ajustados. Además, los DEX actúan como un desincentivo a la inversión y a la adopción de tecnología, dado que reducen la rentabilidad esperada sin discriminar entre productores eficientes e ineficientes, grandes o pequeños.

La solución estructural al problema del sobrecosto en dólares de los servicios agrícolas no puede depender exclusivamente de la acción individual del productor. Sin un marco de estabilidad normativa, el riesgo de caer nuevamente en un ciclo de atraso cambiario y pérdida de competitividad externa está latente. Y si el campo, uno de los principales generadores de divisas del país pierde rentabilidad, todo el sistema económico lo sentirá.

El sinceramiento cambiario fue un paso necesario, pero su impacto debe ser administrado con inteligencia, equidad y visión de largo plazo. El desafío está en evitar que, en el afán de corregir distorsiones pasadas, se generen nuevas ineficiencias que limiten la capacidad productiva del agro argentino.

El agro argentino cuenta con enormes ventajas naturales, capital humano y know-how tecnológico. Sin embargo, estas fortalezas deben ser acompañadas por un entorno económico y normativo que no penalice el esfuerzo productivo ni castigue la eficiencia.

Eliminar progresivamente los DEX, mejorar la infraestructura logística, fomentar la competencia en el mercado de servicios agrícolas y asegurar reglas claras en política cambiaria, son condiciones básicas para garantizar la sustentabilidad del modelo agroexportador. Porque cuando los dólares se vuelven caros, y los costos corren más rápido que los rindes, el verdadero riesgo no es climático: es estructural.

(*) Ingeniero Agrónomo (MP: 607 CIALP) -Posgrado en Agronegocios y Alimentos- @MARIANOFAVALP

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